¿Por qué perdemos catastróficamente en todas las competencias, sean éstas económicas, deportivas o intelectuales, como acaba de ocurrir por enésima vez en la Copa América?
Porque no creemos en las instituciones.
Esta nuestra filosofía anti-institucional es buena para andar por casa, pero se revela dramáticamente estúpida cuando se prueba en un lance internacional cualquiera. Lo comprobamos, lo sufrimos y, sin embargo, nunca aprendemos. ¿Por qué? Porque no se trata de una elección racional, que se haya tomado en virtud de un cálculo de costos y beneficios, sino de una creencia firmemente afincada en la profundidad de las emociones colectivas: es una fe.
¿Por qué perdemos, entonces? Porque profesamos la fe equivocada. Nuestros “dioses” son los hombres providenciales, las medidas revolucionarias, las leyes constituyentes; y en cambio la construcción institucional, el trabajo duro y constante, el estudio serio, nos importan exactamente un pito.
Póngase el lector a pensar ¿qué hemos hecho por las instituciones del deporte, la ciencia o el progreso técnico en los últimos diez años de revolución, guerras del agua y del gas, referendos, autonomías, empates catastróficos, constituciones, amor y odio hacia Chile, etcétera? ¿Qué hemos hecho por diversificar la economía (excepto inventar el concepto de “economía plural”, genial aporte a la humanidad)? ¿Qué hemos hecho para mejorar la educación (además de aprobar una ley, claro)?
¿En qué hemos avanzado en cualquier terreno de competencia internacional; en qué estamos hoy en mejores condiciones que los países sudamericanos, nuestros vecinos? ¿En qué hemos usado nuestro tiempo, por Dios?
Díganme una sola cosa y me callo. O, mejor, díganme qué premio podríamos obtener con dirigentes que se pelean por izar la bandera en alguna de nuestras numerosas y amadas fiestas conmemorativas. O con dirigentes que se la pasan de inauguración en desfile, y de piedra fundamental en entrega de diplomas, y de avión en barco, y de tren en bus, sin que nunca se sepa cuándo es que se ocupan de cuidar las instituciones que tienen a su cargo.
Porque las instituciones son como las plantas. Requieren de celo, cariño y constancia. No surgen de la noche a la mañana. Se marchitan en un tris tras. No aguantan cambios abruptos, sacudidas extremas, caprichosos métodos de jardinería, como los que a los bolivianos nos encantan.
Y digo “encantan” con toda premeditación. Porque se trata de un hechizo, justamente. Los bolivianos estamos hipnotizados y hasta catatónicos por los abanderados y su disputa de mástiles, por los inauguradores de carreteras, por los doctorcitos altoperuanos y sus aportaciones a la teoría política mundial. A falta de pan, ellos nos dan circo. Y son bienvenidos, porque nos permiten eludir nuestra responsabilidad por el hecho indudable de que no ganamos en nada, casi nunca, en ninguna parte.
Pero no son ninguna solución. Por ejemplo, no pueden decirnos cómo evitar que nuestros trabajadores más creativos migren lejos, porque lejos les va mejor; o que nuestros enfermos adinerados se vayan a curar a Chile o Estados Unidos, porque los médicos bolivianos no pueden compararse con los de afuera, o que'
Los fantásticos conceptos en que somos prolíficos (hoy como ayer), los hallazgos sociológicos que los diplomáticos extranjeros aplauden al mismo tiempo que reprimen un bostezo, no “funcionan” en la vida real, implacable pista de carreras en la cual ganan aquellos que logran la excelencia. Y no hay forma de lograr la excelencia con lata simbólica, conceptos novedosos o bellos discursos.
Una ley no va a lograr que nuestros chicos lean mejor que los niños (pobres) de los países vecinos.
Una Constitución no hará que los niños indígenas que viven a lado de las carreteras dejen de pedir limosna de rodillas ante los carros que pasan.
Si usted quiere, lector, puede echarle la culpa a la economía. La pobreza tiene que ver, claro; la debilidad demográfica también; pero hay países tan pobres como el nuestro y con menos habitantes, como Paraguay, que en cambio no pierden siempre e incluso logran destacarse en esto o aquello.
Si usted quiere, lector, puede echarle la culpa al neoliberalismo, que nos desposeyó. O al nacionalismo, que cortó la inversión. O al indigenismo, que puso personas sin título universitario a cargo de las reparticiones estatales. Todo es vano. Otros países han tenido neoliberalismo, nacionalismo e inclusión social, pero con instituciones. En cambio nosotros hacemos todo sin ellas.
La verdadera causa, entonces, no es de índole económica ni reside en el modelo político. Está en la mente de todos y cada uno. Y allí es donde tenemos que vencerla, si queremos algún día dejar de ser unos perdedores.
Fernando Molina es periodista y escritor.
Publicado en el Periódico Página Siete de Bolivia, 15 de julio de 2011.
Porque no creemos en las instituciones.
Esta nuestra filosofía anti-institucional es buena para andar por casa, pero se revela dramáticamente estúpida cuando se prueba en un lance internacional cualquiera. Lo comprobamos, lo sufrimos y, sin embargo, nunca aprendemos. ¿Por qué? Porque no se trata de una elección racional, que se haya tomado en virtud de un cálculo de costos y beneficios, sino de una creencia firmemente afincada en la profundidad de las emociones colectivas: es una fe.
¿Por qué perdemos, entonces? Porque profesamos la fe equivocada. Nuestros “dioses” son los hombres providenciales, las medidas revolucionarias, las leyes constituyentes; y en cambio la construcción institucional, el trabajo duro y constante, el estudio serio, nos importan exactamente un pito.
Póngase el lector a pensar ¿qué hemos hecho por las instituciones del deporte, la ciencia o el progreso técnico en los últimos diez años de revolución, guerras del agua y del gas, referendos, autonomías, empates catastróficos, constituciones, amor y odio hacia Chile, etcétera? ¿Qué hemos hecho por diversificar la economía (excepto inventar el concepto de “economía plural”, genial aporte a la humanidad)? ¿Qué hemos hecho para mejorar la educación (además de aprobar una ley, claro)?
¿En qué hemos avanzado en cualquier terreno de competencia internacional; en qué estamos hoy en mejores condiciones que los países sudamericanos, nuestros vecinos? ¿En qué hemos usado nuestro tiempo, por Dios?
Díganme una sola cosa y me callo. O, mejor, díganme qué premio podríamos obtener con dirigentes que se pelean por izar la bandera en alguna de nuestras numerosas y amadas fiestas conmemorativas. O con dirigentes que se la pasan de inauguración en desfile, y de piedra fundamental en entrega de diplomas, y de avión en barco, y de tren en bus, sin que nunca se sepa cuándo es que se ocupan de cuidar las instituciones que tienen a su cargo.
Porque las instituciones son como las plantas. Requieren de celo, cariño y constancia. No surgen de la noche a la mañana. Se marchitan en un tris tras. No aguantan cambios abruptos, sacudidas extremas, caprichosos métodos de jardinería, como los que a los bolivianos nos encantan.
Y digo “encantan” con toda premeditación. Porque se trata de un hechizo, justamente. Los bolivianos estamos hipnotizados y hasta catatónicos por los abanderados y su disputa de mástiles, por los inauguradores de carreteras, por los doctorcitos altoperuanos y sus aportaciones a la teoría política mundial. A falta de pan, ellos nos dan circo. Y son bienvenidos, porque nos permiten eludir nuestra responsabilidad por el hecho indudable de que no ganamos en nada, casi nunca, en ninguna parte.
Pero no son ninguna solución. Por ejemplo, no pueden decirnos cómo evitar que nuestros trabajadores más creativos migren lejos, porque lejos les va mejor; o que nuestros enfermos adinerados se vayan a curar a Chile o Estados Unidos, porque los médicos bolivianos no pueden compararse con los de afuera, o que'
Los fantásticos conceptos en que somos prolíficos (hoy como ayer), los hallazgos sociológicos que los diplomáticos extranjeros aplauden al mismo tiempo que reprimen un bostezo, no “funcionan” en la vida real, implacable pista de carreras en la cual ganan aquellos que logran la excelencia. Y no hay forma de lograr la excelencia con lata simbólica, conceptos novedosos o bellos discursos.
Una ley no va a lograr que nuestros chicos lean mejor que los niños (pobres) de los países vecinos.
Una Constitución no hará que los niños indígenas que viven a lado de las carreteras dejen de pedir limosna de rodillas ante los carros que pasan.
Si usted quiere, lector, puede echarle la culpa a la economía. La pobreza tiene que ver, claro; la debilidad demográfica también; pero hay países tan pobres como el nuestro y con menos habitantes, como Paraguay, que en cambio no pierden siempre e incluso logran destacarse en esto o aquello.
Si usted quiere, lector, puede echarle la culpa al neoliberalismo, que nos desposeyó. O al nacionalismo, que cortó la inversión. O al indigenismo, que puso personas sin título universitario a cargo de las reparticiones estatales. Todo es vano. Otros países han tenido neoliberalismo, nacionalismo e inclusión social, pero con instituciones. En cambio nosotros hacemos todo sin ellas.
La verdadera causa, entonces, no es de índole económica ni reside en el modelo político. Está en la mente de todos y cada uno. Y allí es donde tenemos que vencerla, si queremos algún día dejar de ser unos perdedores.
Fernando Molina es periodista y escritor.
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