La casualidad, si tal diosa existe, quiso que aterrizase en La Paz apenas unas horas antes que se desplomase y muriese en mis brazos. Murió como vivió: en paz, con tranquilidad, sin cuentas pendientes, en medio de una conversación familiar, sentado en su sillón, en su propia casa.
Mi padre.
Se paseó por las altas cumbres del poder: secretario privado del
vicepresidente Luís A. Siles, ministro de la presidencia de Lydia
Gueiler, embajador ante la UNESCO, fundador
y vicerrector de la Universidad Católica Boliviana, decano de la
Facultad de ciencias sociales de la Universidad Mayor de San Andrés,
director de FLACSO – Bolivia, miembro de la Academia de Ciencias y de la
de Historia. Las visitó, ejerció cada responsabilidad
con escrúpulo, dedicación y sentido del interés general, y descendió de
ellas con la serenidad que le daba no haber solicitado esas funciones ni
esos honores. Se los ofrecieron sentado delante de su escritorio y no
en el cabildeo de pasillos. Seguro por ese
motivo, independientemente de los cargos, se lo podía ver cada día
recorrer a pie las tres cuadras desde la casa hasta la esquina de la
avenida para tomar un minibús, el transporte más barato de la ciudad de
La Paz, que convertía en un incómodo salón de lectura
y en un delicioso observatorio de microsociología urbana, cuyas
conclusiones libraba en sus artículos quincenales de periódico o en los
almuerzos familiares en la terraza del jardín. Por supuesto, jamás le
faltaba la ironía y a la pregunta de por qué no aprendió
a manejar, respondía que en su juventud pensó que ejercería labores que
incluirían un auto con chófer.
Esos títulos nunca lo alejaron de su verdadera y más profunda vocación: la cátedra y, por extensión, la enseñanza en
todas
sus dimensiones. Profesor en el alma, durante casi medio siglo le
encantó pararse en un aula delante de alumnos. Se exigía al máximo: leía
y releía a los fundadores de la sociología, frecuentaba a los clásicos
del siglo XX, con una admiración especial
por su maestro Touraine, y siempre curioseaba las novedades, con igual
soltura en francés o inglés que en español. También exigía a sus
estudiantes y solía ser estricto en las calificaciones.
Pero
esquivaba confinarse en una disciplina: lector insaciable y bibliófilo,
aprovechaba los insomnios que –sospecho- él mismo se infligía
pretextando alguna falsa preocupación, para así
leer, bajo la tenue luz de una lámpara, sentado en el más cómodo sillón
de la biblioteca, en horarios inverosímiles, novelas, ensayos, historia,
filosofía, antropología y un etcétera que cubría la gama de las
ciencias humanas y sociales. Libros elegantes, nuevos,
de segunda mano, de librerías de viejo y uno que otro pirata: los
disfrutaba todos. Igual de imborrable será recordarlo, con aire
concentrado, bolígrafo en mano, escribiendo en papel borrador, con una
letra incomprensible y decenas de anotaciones en los márgenes,
o recogiendo los infaltables lentes sobre el pelo para releer y empezar
la minuciosa corrección, con el diccionario a mano, señal de respeto por
la riqueza y los matices de la lengua del permanente aprendiz que fue
hasta el final.
A fuerza, su cultura se extendía hasta contornos enciclopédicos pero no la acumulaba con espíritu avaro, menos con mentalidad pedante. Al contrario, le encantaba compartir conocimientos y análisis, datos y reflexiones y, en última instancia, su tiempo. Lo mismo se sentaba con cualquier estudiante en la cafetería universitaria y en tono ameno podía terminar dando una clase particular de un par de horas que explicaba con pasión a sus amigos los detalles más exquisitos de sus aficiones. Armó una colección de relojes decimonónicos franceses, de caprichoso funcionamiento, que con paciencia aprendió a dominar al punto que podía recuperar en los mercados de pulgas aquellos dados por inservibles. Justificaba las compras diciendo que para arreglar el primero invirtió tanto esfuerzo que quedarse con apenas uno, era desperdiciar el saber que adquirió. A veces, culpaba a este desborde pedagógico de cualquier ocasión de sufrir robos de ideas: por más que escribió en permanencia, producía muchísimas más ideas de las que lograba plasmar en artículos o libros.
Es que le
encantaba el arte de la conversación. Eso alcanzaba la afición por el
debate. Jamás rehuía uno. Movilizaba talento, inteligencia y lógica, y a
veces un toque de terquedad, para
convencer sobre la justeza de sus puntos de vista. Podía debatir en
cualquier mesa, con amigos y con colegas, o ingresar en las polémicas
nacionales a través de sus artículos. Si algo despreciaba, era que los
argumentos descalificasen a las personas en lugar
de refutar las ideas: para ser tal, la victoria requería ceñirse a las
reglas del juego limpio.
Asumía
las implicaciones del debate: diálogo, tolerancia, pluralismo,
construcción de un espacio público incluyente. Por eso fue un demócrata a
carta cabal, refractario a los autoritarismos
y totalitarismos de cualquier signo. Si se le pedía situarse en el
escenario político, se colocaba en el centro izquierda, con facilidad y a
la vez sin dogmatismos o pensamientos estereotipados, escéptico ante
cualquier gran utopía pues las vías moderadas y
progresivas eran las suyas. Los escenarios polarizados lo encontraban a
contrapié. En los setenta, mientras en la derecha lo sospechaban de
“rojo” por su oposición a los gobiernos militares, en la universidad,
los marxistas presionaban para retirarlo por enseñar
a autores tan reaccionarios como Durkheim y Weber, y centrar sus
primeras investigaciones en el movimiento campesino, una clase social
condenada por la Historia.
Se
acercaba a los 74 años, pero sin duda esa fecha le representaba menos
que los 45 años de matrimonio que venía de cumplir, en los cuales
cultivó una estrechísima complicidad con mi madre,
basada en un respeto e igualdad, sobre los cuales nunca le escuché
teorizar, pontificar o erigir en modelo, pero que funcionaba cada día.
Sin complejos, la acompañó las dos veces que ella fue nombrada
embajadora y a él le tocaba desempeñar con ánimo y humor
el papel de “embajador consorte”.
Tal vez
por eso, si en su última tarde, a la hora del té que disfrutaba tomar en
la cocina, le hubiese preguntado si le quedaba alguna frustración en la
vida, es probable que hubiese confesado
que sí, una: pese a las múltiples candidaturas que presentó y los
denodados esfuerzos que hizo por ingresar, jamás fue aceptado como
miembro del exclusivísimo “club Tish”, fundado y organizado por los
nietos…
Nota: Estas palabras son reproducidas con el permiso de su autor.
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